| | |
DIETA MEDITERRÁNEA. Se defiende ahora justo lo que hacíamos los países mediterráneos antes de la moda fast food y los alimentos procesados que hoy nos atascan las arterias. Un estudio danés publicado en diciembre pasado que comparaba las dietas mediterráneas con otros hábitos dietéticos europeos dice sin rodeos: "Cada día hay más evidencias de que una comida típica mediterránea, con pocas grasas saturadas y rica en vegetales, en la que se unta el pan en aceite de oliva y se toma un vasito de vino tinto, es buena para la salud cardiovascular".
Los romanos lo sospechaban cuando escribieron que "el pan, el olivo y el vino son signos de civilización". En cambio se equivocaron de medio a medio al menospreciar a los bárbaros del norte como "salvajes comedores de avena", simplemente
porque era un cereal de climas fríos que ellos no conocían ni cultivaban. Hoy, lo mejores maestros panaderos del territorio nacional (una figura a la manera de los maîtres boulangers franceses, que algunos reivindican para situar en su justo lugar el viejo oficio de la panadería) no pestañean al mezclar la harina de trigo con la de los "granos pobres" de antaño -centeno, cebada, avena, mijo, alforfón...-, sobre todo por que no pasa día sin que los expertos de nutrición añadan algún beneficio nuevo a su lista de propiedades.
Y es que nada como la ciencia para vencer a los extraños de lo que los cercanos han comprobado en sus propias carnes. Por ejemplo, de las virtudes que los habitantes de Escocia atribuían a la avena (valoradísima ahora por los investigadores por su contenido en ácidos grasos esenciales, que previenen el infarto y el deterioro cerebral). Hoy, muchos escoceses siguen teniéndolo tanta veneración que continúan tratando de usted a dicho cereal, empleando sólo la mano derecha para preparar el porridge y los oatcakes (gachas y tortas de avena) y hasta poniéndose de pie cerem oniosamente para comer lo que sus antepasados llamaban "alimento de la fuerza". Más o menos el mismo respeto que el de nuestras abuelas hacia el pan, al que le hacían cruces y besaban devotamente cuando se caía al suelo ,y que jamás tiraban si sobraba por miedo al castigo divino. Un temor que el ciclo ha recompensado en forma de platos tan típicos como las migas, las sopas de pan en todas sus variantes o las inefables torrijas.
Y es que el trigo -el cereal más rico en hierro, fuente de vitaminas A, B1, B2, C y D y calcio, además de hidratos de carbono y valiosas proteínas- sigue proporcionándonos la más panificable y suculenta de la harinas. Aunque es menester decir que los trigos que hoy conocemos (el botánico ruso Vazilov cita más de 30.000) tiene poco que ver con el que, hace 8.000 años machacaban para su sustento los habitantes del creciente fértil (franja que va des de Irán hasta el valle del Nilo). Y menos aún con su antepasado, la escanda, un trigo de siete pares de cromosomas y un solo grano por espiga. ¿Cómo se transformó ese trigo simplísimo en la exuberante panícula de nuestros días? Como Darwin diría, la contestación está en el tiempo y el espacio, esos principios básicos de la evolución que hacen que las probabilidades acaben cumpliéndose estadísticamente. Así, un día, una hibridación accidental con una gramínea desconocida convirtió a la escanda en un cereal de 14 pares de cromosomas, un trigo duro. Las tumbas egipcias están llenas de muestras de ese trigo de 28 cromosomas, hoy empleado para forraje y para hacer pastas alimenticias, pero que a los habitantes del Nilo les valió el apodo de “comedores de pan" entre sus vecinos.
Otro día, no se sabe si por azar o por la mano humana, uno de esos trigos de 14 pares de cromosomas hibridó con otra gramínea silvestre y produjo el primer trigo de 21 pares de cromosomas: el trigo blando que hoy emplean los panaderos y que totaliza el 90% del cultivo mundial. Justamente el trigo que España ha dejado de cultivar por una de esas decisiones incomprensibles -quizá explicables- de la política agrícola comunitaria.
|
|
|